–¡Necesitamos mandar a alguien senior a arreglar un problemita!
Con estas palabras me recibieron en la agencia uno de esos días, de cualquier semana.
–Viene la cliente y viene con la piedra afuera.
Esa fue la advertencia que me hizo mi jefe. La leí como un amable llamado a inmolarme ante un cliente que yo no conocía y a quien yo no le había provocado tan inmensa ira.
Dos horas más tarde, ahí estaba yo: flaco, serio y sentado en una mesa de juntas, en la que el distanciamiento social era el mismo que en el, memorable y tristemente histórico, día sin IVA: cero.
Al frente mío, la cliente.
Seria.
Bonita.
Mirándome fijo.
Directo a las pepas de los ojos.
Esperaba el disparo de la palabra más compleja y temida de cualquier conversación: la primera.
–Bueno, dije.
Ese tradicional comodín (“bueno”), que carga con una alta dosis de culillo, un tarrado de incertidumbre y un siempre lindo baldado de esperanza en que las cosas salgan bien.
Terminado el bueno, largo e incómodo, arrancó la conversación.
Preocupación por aquí, preocupación por allá.
Mi decisión: callarme.
Dejé que lo dijera todo, que hiciera esa catarsis que a veces las ganas de defendernos no nos dejan interiorizar. Eso debe ser propio de los publicistas: pocas veces entendemos que nosotros no siempre somos los que comunicamos. Pero eso es otra historia.
Terminó de hablar.
Me tocaba a mí.
En este instante, que recordaré durante toda mi vida, quise hacer un llamado a quitar cualquier maquillaje a la conversación. Mi instinto de supervivencia me indicaba que debía bajar la cabeza y hablar desde la más pura y valiosa verdad.
Entonces dije:
“Te propongo una cosa: quitémonos los calzones y hablemos de esto como debe ser”.
En ese momento sentí un calor recorriéndome todo el cuerpo. El temido mapa apareció inmediatamente y empezó su camino a tomarse el pantalón. En mi cabeza solo retumbaba esta pregunta: “¿le dije que se quitara los calzones? ¡¡¿De verdad le dije eso?!! ¡¡¡Por Dios!!¡”.
¿En qué momento la famosísima expresión hablemos a calzón quitao se convirtió en “quitémonos los calzones”? ¿Cómo pude sufrir semejante lapsus léxico en mi cabeza?
La cliente me miró.
Los otros 20 de la sala, también. En la agencia colapsaron entre el pesar y el miedo absoluto.
En la burbuja de mi chat, apareció esta temida seguidilla de mensajes simultáneos que indican que algo grave pasó. “Carvajal, que hizo???” eran las tres palabras que encabezaban lo que se alcanza a leer cuando el celular está lejos.
“Nos quitaron la cuenta”, pensé.
“Me mandó al carajo”, seguí.
“¡Le dije que se quitara los calzones!”, me retumbaba en la cabeza.
La cliente, con los ojos a punto de huir de su cuerpo, me demostró, con una inmensa muestra de compasión por un amable profesional que acaba de cometer un crimen, que muchas veces la mejor opción es hacer caso omiso.
Por estas historias es que me gusta trabajar en lo que trabajo.
Historias que no pasan en Teams ni en Zoom ni en ninguna plataforma tecnológica, por sofisticada y evolucionada que sea, porque más allá del: “está en mute” o el “se quedó congelado”, o el temidísimo “prendamos la cámara”, la verdad es que por ahí no pasa nada.
Ojalá los días pasen con afán, para que nos podamos volver a encontrar en la vida real, en esa vida en la que una mirada, una risa, un silencio y hasta una errada invitación a quitarse los calzones, valen mucho más que activar el botón “unirse a la reunión”.
Por: Andrés Carvajal, publicista